Capítulo 3: La universidad

A la mañana siguiente su vida comenzó con las rutinas habituales. Levantarse, ducha, desayuno que Marina tenía ya preparado y coger el Cercanías para poder ir a la Complutense, a sus clases. Marina la acompañaba gran parte del trayecto ya que trabajaba en Madrid. Cuando Ale decidió estudiar Historia en la Complutense, Marina le había sugerido cambiar el domicilio por un pequeño apartamento en Madrid pero Ale no quería separarse del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial ya que estaba dispuesta a descifrar el sueño que la atormentaba desde niña y, con el que estaba convencida que una vez resuelto, descubriría quién era ella en realidad. El misterio de su vida se encontraba allí y estaba convencida de que, para ello, no debía alejarse de El Escorial.
Ya en Madrid, Ale cambiaba de línea de cercanías para ir hacia el Campus mientras que su madre continuaba en el mismo tren. Marina, nada más salir de casa, siempre se quedaba dormida durante el trayecto y Ale la despertaba cuando se separaban para que no se pasase, más tarde, de parada. A Ale le encantaba ese rato porque podía ir abstraída en sus pensamientos o enfrascada en alguno de sus libros de historia.
En la parada del autobús que la llevaba al campus se encontró con Tere. Tere era lo más parecido que Ale tenía a una amiga. Su accidentada infancia en el orfanato y más tarde en el reformatorio,  había hecho de Ale una muchacha retraída, desconfiada y calificada como asocial. Pero, en realidad, era una máscara para que nadie se acercase a ella y pudiese hacerle daño.
Tere no sabía nada de su pasado. La había conocido el año anterior en el instituto y habían estrechado lazos al enterarse de que ambas querían estudiar Historia. Tere era todo lo contrario a ella. Era una chica bajita de carácter alegre y simpático y un tanto alocado que hablaba y hablaba sin cesar; tanto, que muchas veces Ale ni siquiera escuchaba su cháchara incesante y se abstraía en sus pensamientos sin que Tere advirtiese nada.
—¡Ale! —dijo jovial Tere mientras subían al autobús—. ¿Qué tal tu primer día? No te vi a la salida.
—Sí, me entretuve en la biblioteca haciéndome el carné —dijo a modo de disculpa.
—Tú siempre enfrascada en tus lecturas —dijo mientras se acomodaban en asientos contiguos.
—Bueno… estudiamos Historia. Se supone que tenemos que leer mucho sobre ella.
Tere soltó una sonora carcajada cantarina que hizo que el resto del autobús se fijase en ellas, para mayor mortificación de Ale a la que no le gustaba llamar la atención sobre su persona más de lo estrictamente necesario.
—Pues yo leeré solo lo obligatorio. No pienso estar todo el día leyendo y estudiando habiendo tanto por hacer en el campus —dijo con una sonrisa picarona.
—¿A qué te refieres? —preguntó interesada.
—¿Cómo que a qué me refiero? —preguntó extrañada—. Pues a los chicos, boba. ¿Es que no te has fijado en la calidad del ganado del campus?
Ale rió dándole una pequeña palmada en el hombro a su amiga. Desde luego, era incorregible. En el instituto siempre estaba con lo mismo; que si mira a ese tío, que si ese está como un queso, que si ese no veas cómo besa… Lo cierto era que Tere era promiscua por naturaleza. Siempre tenía algún lío pero no le duraban ni dos días porque se cansaba enseguida de ellos.
—¿Qué te pareció el profesor de Historia Moderna de España? —preguntó Tere con un deje burlón.
—¿Qué me iba a parecer?
—¡Oh, vamos! —dijo impaciente—. ¡Está más que cañón! Hasta a ti, ¡oh, diosa de la belleza!, te dejó impresionada. ¿Crees que no me fijé?
—Bueno, llama la atención pero nada más.
—¿Nada más? —dijo anonadada—. ¡Ni nada menos! ¿Pero qué te ocurre a ti? Nunca te he visto con un chico. ¿No serás lesbiana, verdad? —preguntó asustada.
—Pues no —dijo Ale bajando la voz que su amiga se empeñaba en subir—, pero no veo qué tendría de malo. De todas formas —dijo intentando zanjar el tema—, estás hablando de un profesor.
—Sí —dijo ensanchando la sonrisa—, un profesor con fama de seductor, ¿sabes?
—¡¿De qué demonios estás hablando?!
—¡Oh, vamos! —dijo Tere ofendida—. Hay muchos profesores en el campus que se lían con sus alumnas e incluso a algunas les llegan a ofrecer aprobarlas a cambio de un buen polvo. No es ningún secreto.
—¿En serio?
Ale se recriminó aquel comentario. Sabía perfectamente cómo funcionaba el abuso de autoridad y las personas corruptas ya que ella lo había sufrido en carnes propias en el orfanato y reformatorio. Pero siempre había supuesto que a nadie le interesaba lo que se pudiese hacer con niñas sin padres que pudiesen defenderlas. Aunque aquí era más bien consentido.
—¡Venga ya! Ni tú puedes ser tan ignorante. No te hagas la tonta que no te queda bien. Dicen que Silvia, la que está tan buena de segundo, le echó un polvo para que la aprobara, él acepto y después la suspendió —las dos chicas rompieron en risas—. El caso es que el revolcón, aunque suspendiendo, le tuvo que sentar muy bien porque cada vez que lo ve, se le cae la baba —continuó Tere entre risas.


—Bueno —dijo al fin Ale cuando pudo dejar de reír—, pues ya sabes a quien no debes tirarte para aprobar.
—¿Yo? Y, ¿qué hay de ti?
—¿Yo? —preguntó Ale escandalizada—. Yo jamás me tiraría a un tío para que me aprobara.
—¡Ya! —dijo Tere con una sonrisa picarona—. Pero, ¿y por el mero hecho de tirártelo? Tienes que reconocer que te impresionó…
—Bueno, nunca había visto a un hombre tan guapo… eso es todo. No creo que sea motivo para acostarte con alguien.
—¿Y cuál es tu motivo entonces? —demandó Tere como si no pudiese existir otro motivo en el mundo.
—¿Amor? —se aventuró Ale.
—¡¿Amor?! ¡Pero tú en qué siglo vives!
Ale se abstuvo de contestar que en el mismo que ella y la dejó que le soltase una diatriba sobre la liberación sexual de la mujer y su papel en el s. XXI, mientras ella se abstraía en sus pensamientos ahora plagados, gracias a Tere, de imágenes eróticas con su guapísimo profesor de Historia.



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